Wednesday, February 22, 2006

intoleranz

Lee se sube al metro en la estación Kottbuser Tor de la línea 1. Con su acordeón envuelto en bolsas negras de plástico. Echa una mirada rápida en busca de espías mientras las puertas se cierran y desenvaína su aparato. Comienza a tocar una melodía que recuerda haber preescrito después de escucharla, estupefacta, en un festival gitano de Sofía. Es observada con curiosidad y aburrimiento, mientras la música se mezcla con la de los audífonos y la ciudad. Una señora, que aprendió a los 25 a serlo definitivamente, sin muestra alguna de deseducación y descortesía, intrometida, de mirada fría, calculadora, bosteza trémula, poniendo a Lee al tanto de su hastío. Sutil. Lee se da por desentendida. Mira para otro lado y presiona su instrumento con más impetú. Su voz se agudiza, alta y fuerte.
Un grupo de turistas españoles baila y hace imitaciones sin mucha gracia de un baile del tipo andaluz, con los brazos en forma de serpiente ascendente y las caderas torpes.
La sevillana se va en la madrugada. Pienso. Más vale que me la encuentre esta noche. Habíamos quedado en Ostbahnhof a las 8, para ir por unos tragos a la casa de la animadora y luego a un club cercano, bailaríamos hasta que su tren la dejara, ese era el plan. No tenía reservaciones en el hotel para esta noche. Vendría sin problemas a pasarla en mi casa.
Unas muchachas turcas de no más de quince se sientan al frente, escotadas, tostadas, pintadas con verdadera técnica, los pelos erizados rubios y castanos. No se callan. La de la izquierda sostiene su celular en la mano apuntando a su colega, con una canción muy chillona y a todo chancho saliendo de él, en calidad dañina. Pero ella parece estar orgullosa de su walkietalkie musical. Realmente lo goza. La tipa con el acordeón y labios fucsia las mira con cara de enfado. Destruyen su performance. En la siguiente estación se bajan, hablando en códigos, les miro el relieve del culo en perspectiva y luego de perfil: apretado, redondeado, oscilante. Como lo mueven las pequeñas turcas. Como mastican chicle, mientras hablan, humectándo a menudo sus labios, asegurándose de ser escaneadas, deseadas, usadas en sueños. No tenían de qué preocuparse, había guardado esos datos para más tarde. La acordionista no ha finalizado. Continuó tocando a pesar de las interrupciones de los nuevos pasajeros. Esta vez bailaba un poco, no menos torpe que los españoles que ya habían olvidado la música y ahora gritaban no sé qué cosas con z.
Una señora, calculo que ya en su último invierno, con cara de sermón, miraba fijo las pantis de la acordionista, con agujeros sexis en las rodillas y en la parte lateral de los muslos. Flectó, un poco cuando el acorde final se extendía triunfante. Sacó un sombrero de lana de la bolsa de plástico y caminó con los brazos encogidos, deseando un buen día para todos. Colectó un par de monedas. Mías. Y no es que tenga dinero para regalar, pero me tocó. En cierta forma la melancolía de sus notas, que fueron inspiradas en otros tiempos, en otra tierra. Celebrando el vino. La camaradería. El carnaval. Las nuevas generaciones de adolecentes fecundas. En el fondo se estaba riendo de ella misma, y fuí el único que la acompañó.
Luego nada interesante ocurrió. Los mismo tipos acabados de siempre deseando tirarse a una de las turcas o por lo menos morir. Pero tampoco tienen la iniciativa para eso.
También está el tipo sensible. Que observa sin ser observado y reune información. Se apiada de su especie pero esta sometido a ella, se preocupa de sus pantalones y pinta su cuerpo en señal de contienda. Cada quién se sienta sobre su propio trasero.
No tenía nada que hacer. Esperé. Unas estaciones más allá y aparto del carril, me dije. Caminé por el vagón y me senté en uno de los poco asientos que quedaba libre. Al frente una tipa de unos diecisiete, muy rubia, un poco regordeta y con la cara tapizada de puntos rojos reposaba su cabeza en el hombro de un púber de trece, escuálido, con ropas cinco tallas más grande, un pañuelo en la cabeza y un gorro con la vicera a las 11 encima. Tenían una expresión que he visto en rostros de gente que ha perdido sus casas en un siniestro. Cara de emergencia. De máxima protección. De aislamiento, desesperación. Y aún así de paz. De tranquilidad y paciencia absolutas. En marcialidad constante. Perseguidos por sus propias sospechas. Resignados. Delirantes. Con las manos sujetas y la tristeza de la intoleranz que los une.

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