Monday, January 30, 2006

eramos nosotros

Norman partió. Así no más. Sin hacerse preguntas que él sabía lo iban a retener lo suficiente para no irse. A encontrar el camino de regreso a casa. Una esquina escondida entre palmeras y chatarra, la cerveza tibia, la tarde húmeda, leeeeeenta. El cabezón al lado, un poco como siempre, pero más peludo.
Nunca ha visto una zorra. Se ha encerrado casi una década para planear el futuro. Habla despacio, casi sin volumen, preocupado de no revelar mucho. Su rostro se aparece como un caracter que no ha sido dibujado, el tipo es ilegible.
No tienen muy claro si la infancia significó algo. Si caminaron uno al lado del otro o si el más tonto seguía como un perro orgulloso a su amo, que no calló por un instante su discurso idealista, igual de importado que sus poleras desteñidas con un oso polar o algo en una playa de Miami.
Estuvieron toda su juventud inhalando huevadas, que conseguían por nada en la casa de unos químicos. Tanta sicodelia. Y luego a destruir. Algo, lo que sea. Donde se conglomeraba demaciada gente como para que los detuvieran. Un refrigerador en el fondo de un pozo. La bodega de herramientas incinerada. Bolsas de basura devueltas destrozadas por encima de las rejas a sus propietarios. Autos rayados, paredes de colores claros rayadas. Más fuego. Plasta en las alfombras. Gatos sacudidos y envueltos en plástico, en la mitad de la carretera. Peatones atacados por perros hambrientos. Abuelas esquivando cuchillos mientras amasaban el pan. Autoridades meadas. Vegetales arrojados. Remover, remover.
Nada es tan perfecto como nos dijieron que sería.
Luego desconocieron. En una prolongada separación. Uno de ellos migró al sur.
Norman se enamora, en una fracción de segundo, del tipo que maneja el metro. Porque vive entre túneles mal ventilados, y se ofrece en instantes confusos, en tránsito. Lo necesario, piensa.

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