Wednesday, March 22, 2006

asado


Nos enseñan a ser humanos en los asados familiares. La tía Emelia rebusca en la bodega de herramientas y chatarra los discos empolvados de Elvis, comienza a moverse tratando de invocar una sensualidad extraviada y casi tan débil como sus huesos. Sola en un escenario improvizado. Ebria y risueña se acuerda de los tiempos en los que nada importaba, cierra los ojos con fuerza para transportarse absoluta. Nos quiere borrar, hacernos polvo en su propio jardín y el olor de la carne asándose y las ensaladas de choclo, lechuga y apio palta permanece etéreo. La tía se muerde los labios sumergida en sus progresiones, y nosotros la observamos desde lejos, imaginándonos lo que ella se imagina; sus 17 años montada en Walter, el peón de la parcela de San Bernardo. Removiéndose sus guardapeos, las calcetas con flecos, las enaguas, la blusa florida. Y Walter, impaciente, hirviendo en éxtasis y la posibilidad de ser sorprendidos por el patrón, o sea mi abuelo -que no dudaría en clavarle un rastrillo en medio del acto-, deja sus pantalones engrasados a un lado, en la misma bodega donde ahora se desintegran amontonados los vinilos del Rey y el tocadiscos portátil de dos velocidades. El tío Hanibal cree que el exhibicionismo de su esposa ha sido suficiente y trata de desviar la atención ofreciendo vino y choripanes. La lectura de su expresión y de su cuerpo vuelto a la vida para todos era evidente. Y es muy probable que el tío no tuviese una participación activa en los racontos.
Nos preparamos para comer.

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